martes, 18 de enero de 2011

Ancianos

Soy ya viejo, Señor, y así lo asumo,
por tanto en los lugares donde estoy,
bien patente demuestro lo que soy:
hablo de un tema y otro y los consumo.

Enderezar entuertos es mi meta;
siempre de los demás, nunca los míos.
Soy un mandón en muchos desvaríos y
debo dar a todos mi receta.

¿Para qué reflexivo o taciturno?
Por eso tanto afán de perorata.
Mil detalles que forman cabalgata
y ni pensar a nadie dar su turno.

Qué difícil si hablo es ir al grano;
¿cómo omitir, Señor, tanto detalle?
Aunque el otro esté al cabo de la calle,
valorará lo sabio de un anciano.

De los demás, ni oír quiero sus penas;
si acaso, yo les cuento algún achaque;
para que en algo mi dolor se aplaque,
que me digan de mí mis cosas buenas.

Claro en mi mente está lo recordado;
ellos cuentan sus cosas, que se dudan;
con oírme, seguro que se ayudan;
yo cómo voy a estar equivocado.

Todos los de mi edad, viejos gruñones;
yo gozando de mucha simpatía
y ganando elegancia cada día;
los demás, adiposos, barrigones.

Todo lo veo mal; no me preguntan
cómo tienen que hacerse las gestiones;
sin mis consejos, sin mis opiniones,
no saben lo que hacer, ni lo barruntan.

Si grabo lo narrado en mi conciencia
y pienso que es verdad lo relatado,
si he sido consecuente en lo contado,
que me sirva lo escrito de advertencia.

Tú que tanto sufriste y tanto amaste,
que tanta salvación me has regalado,
¿cómo no aprovechar lo que me has dado?
¿Por qué olvido, Señor, lo que enseñaste?

Qué retrato más fiel, qué pesadilla
y qué oportunidad desperdiciada;
qué vergüenza, Señor, qué campanada,
una vitalidad de pacotilla.

Es tanta vanidad lo que me inculpa;
quiero ser al revés de lo contado;
pido perdón al ver dónde he llegado;
de todo lo pasado “mea culpa”.




Inspirado en la “Oración de un monje irlandés del siglo XVII”